Dos ciclistas ascendiendo el puerto de La Cubilla, agosto de 2020. Tras dejar una curva a mano derecha se encuentran con un hombre gritando al lado de unas casas, al otro lado de la carretera.
El hombre, se altera aún más cuando los ve. Aumenta el volumen, increpándoles y aludiendo de paso a todos los familiares directos del gremio ciclista.
Unos veinte metros más allá, otro ciclista conversa con la copiloto de un coche parado en el arcén. No se percibe lo que hablan, pero lo hacen de forma sosegada. Quien continua gritando es el que parece que conducía el coche, increpando sin parar a su paso a los dos ciclistas de forma insistente y acusándoles de que por culpa de uno de los suyos casi se mata al esquivar a aquel que conversaba unos metros más allá. «Por culpa de uno de los vuestros».
«Uno de los vuestros»… Yo era uno de los que pasaba por allí. No vi para nada el incidente (que no accidente, afortunadamente) ni sé de quién fue la culpa.
Lo primero que siento en ese momento, es un sentimiento de ofensa; yo soy un ciclista (más bien cicloturista, pero eso ya es otra historia). Podría decirse que en ese instante oigo un clic tribal, de pertenencia a un grupo. Por fortuna mi estupor inicial y posterior indignación dura apenas un par de pedaleadas ya que el viento en la cara suele ser un buen antídoto contra cualquier velo que cubra el ejercicio del intelecto y el silencio, es buen aliado de la prudencia.
En cualquier telediario podemos ver a lo que puede llevar sentimientos de ese tipo. Desde contiendas más o menos graves en defensa de lo que parecen honores ofendidos, a la aparición de patriotismos baratos acompañados de adhesiones a banderas nuevas o rancias, que de todo hay.
En un segundo instante sentí en mis carnes lo equivocado que estaba al identificarme grupalmente, pues no sabía nada de las circunstancias de esas personas, de sus acciones, culpabilidades o responsabilidades.
El escepticismo, el interrogante y la información a ser posible empírica, son necesarias para generar conclusiones no influidas por situaciones dominadas por sentimientos ancestrales.
La actitud del conductor me lleva a otro punto en la reflexión. El de la ira, el odio y sus máscaras. Él estaba a muchos metros del otro protagonista. Voceaba sí, pero desde lejos. Reflexionando ahora creo que su ira estaba marcada de forma muy clara por el miedo. Su adrenalina se mezclaba con testosterona, pero a distancia. El incidente hizo que le saltasen varios resortes, pero en todos ellos estaba presente el miedo. Miedo a matar con su coche a otro ser humano disfrazado de su propia supervivencia amenazada y miedo al diferente, «al que invade mi espacio».
El miedo y su uso tribal es algo a tener en cuenta. Hoy vemos cómo en el mundo aparecen episodios de ignorancia que hacen que se apueste por falsos gurús con una oratoria del miedo. Se explota ese no se qué atávico que hace vocear de forma vehemente, pero que aplicado a demagogia vestida de ira genera incluso verdaderas culturas de miedo al otro. Un miedo que provoca fenómenos asociados al racismo, la homofobia, miedo que en ocasiones hace que alguien muera acribillado a balazos delante de sus hijos por puro temor de quien aprieta el gatillo. Miedo inculcado tribalmente desde la cuna, el entorno, la comunidad. Miedo con careta de odio que descubre trazas de cruzada medieval.
Es necesario que existan culturas que promuevan el librepensamiento y el viento en la cara. Que destruyan la ignorancia que promueve el odio. Es por ello una responsabilidad ser ejemplo, que incluso ante la debilidad se tenga la fortaleza de intuir y apartarse, dejar esa rueda y seguir la ascensión al puerto en solitario si es necesario, no todos los rebufos son buenos.
Para mí la parte blanca de esa escena es la conversación que parecían mantener de forma sosegada en la otra esquina del cuadrilátero. Quiero pensar que terminó bien gracias a esa distancia siempre necesaria para crear el propio conocimiento. Un ejemplo adecuado de lo que podríamos ver si el miedo con sus múltiples disfraces fuese desenmascarado por acciones empáticas y de respeto mutuo. Quién sabe, igual nos quedamos sin telediarios.
He dicho, DubardØ