Reflexiones desescaladas de una Maestra Masona

Más de un año después de redactar el artículo Eurídice en el país de los idiotas, la desescalada, el fin del estado de alarma y la transición hacia la nueva normalidad han originado nuevamente la necesidad de expresar, a través de este medio, el firme convencimiento de que, efectivamente tal y como expresó Jorge Manrique: “cualquiera (sic) tiempo pasado fue mejor”.

Y yo no hablo de circunstancias personales como aludía el poeta, ni necesariamente quiero referirme a épocas históricas que nos precedieron – aunque tal vez aquí cupiese hablar del paraíso perdido defendido por Olivier Aurenche, pero es harina de otro costal –, sino simplemente a cuestiones sociológicas.

Aunque sólo sea por las virtudes que consiguieron dominar pequeños y determinados periodos históricos – no pudiendo faltar aquí ejemplificar esto que digo, señalando la etapa ilustrada -. Aunque, reduciendo más el espectro, sólo fuese por las perlas que pensadores como Cicerón legaron en vida. Porque sí, “el pueblo que desconoce su historia está condenado a repetirla.” Y ese pueblo, es el nuestro. Y lo más grave, es que no podemos aludir al desconocimiento y si me apuran, estoy segura de que tampoco al olvido. Nuestro motivo es la negligencia más descarada e inexcusable.

Negligente fue quien vulneró cierres perimetrales cuando no había efectivos policiales que controlasen los accesos. Quien cada día salía a comprar para arañar más minutos fuera de casa o quien hacía el paseo en su franja y también en la de los demás. Conductas que ponían en riesgo a todos los individuos y no sólo a aquellos que transgredían las normas impuestas y el propio sentido común.

Mucho balcón a las ocho y poca cabeza en el día a día desde el minuto uno. Que a día de hoy y a estas alturas de la película, algunos parecen seguir siendo incapaces de comprender que hay tres normas básicas que es necesario cumplir para evitar la transmisión (mascarilla, distancia/ventilación y uso de gel hidroalcohólico), que el virus no entiende de afecto (que familia y amigos también contagian y pueden contagiarte) y que no hay fatiga pandémica que valga para justificar una relajación de medidas ahora que estamos a punto de reconquistar la vieja normalidad. Por esa sencilla realidad y por otra mucho más importante: que no hay excusas cuando lo que hay en juego son otras vidas humanas y la tuya propia. Que la disminución de las restricciones, oportuna o no, no debe ser entendida como una mano tendida que podemos agarrar hasta el brazo. Sino como una apertura progresiva hacia la recuperación de nuestras vidas que debe ser abordada con toda la precaución y responsabilidad del mundo pues la alternativa, es un escenario en el que ninguno queremos tomar parte.

Cuidémonos, pues reflexionar y rectificar son unas de las facultades más valiosas de los seres humanos y velemos por el Bien Común. Que si las políticas, las previsiones o los medios fallan, nos queda tirar de nuestra propia prudencia, actuar según la lógica y la Razón. Pensar y luego hacer, es el principio más sencillo para un comportamiento adecuado del hombre en sociedad. Si, a quienes meses atrás se pregonó como trabajadores esenciales, con mérito supremo por detrás de quienes cuidaron de la salud de toda la ciudadanía, ahora se le relega al más secundario de los planos; pues esa esencialidad no es suficiente para que sean prioritarios en vacunación, lo esencial es que todos cuidemos de todos. Que, si los de arriba fallan, al menos los de abajo hagamos lo que esté a nuestro alcance por los demás. Que no se quede sólo en un lema, que traspase el papel y salgamos verdaderamente juntos de esta. Porque el individualismo nunca lleva por el buen camino y un grano sí hace granero.

He dicho. Hna:. Eurídice, al Or:. de Oviedo