Las tradiciones son como un cofre sorpresa; uno de esos regalos que se te entregan y al abrirlos, descubres otras cajas y envoltorios encerrando el objeto deseado. Lo mismo sucede con los usos, las costumbres y especialmente las tradiciones como la que se conoce bajo el nombre de navidad en el mundo occidental contemporáneo.
Esta comparación y no otra, es la más acertada pues si utilizásemos otro símil, como por ejemplo el de una matrioshka, arrojaríamos cierta imprecisión sobre este elemento de la cultura inmaterial.
Si se nos presenta una de esas muñecas rusas, sabemos lo que nos vamos a encontrar al manipularlas. En cambio, comparando la navidad con un regalo, es posible analizar todos sus aspectos: su sustrato cultural, sus múltiples influencias religiosas, los agregados presentes y ausentes en determinados territorios (países, regiones, etc) y las diferentes asimilaciones sociales que podemos encontrar. En particular, nos centraremos en la vida masónica y la región de Asturias.
La apropiación cultural por parte del cristianismo de festividades y divinidades paganas esconde la herencia de sociedades que nos precedieron. Algunos ejemplos son las siguientes realidades recurrentes: dioses que mueren y resucitan, divinidades nacidas en torno al solsticio de invierno o a una fecha cercana por todos conocida: el veinticinco de diciembre. Tal es el caso de Mitra, divinidad de origen persa asimilada al panteón romano y cuyo culto mistérico compitió con el cristianismo por la hegemonía religiosa en el imperio romano. Es, analizando esos estratos, como descubrimos las diferentes maneras en las que el solsticio de invierno ha sido celebrado.
Cuando hablamos de solsticio lo hacemos de cada uno de los dos momentos anuales en los que el sol se halla en uno de los dos trópicos, lo cual sucede del veintiuno al veintidós de junio (solsticio vernal) y del veintiuno al veintidós de diciembre (solsticio hiemal). En estos momentos, la diferencia entre la duración del día y de la noche es mayor, de manera que, en el solsticio de verano vivimos el día más largo del año y la noche la más corta, mientras que en el que nos ocupa en este trazado (el de invierno), se trata del día más corto del año y la noche la más larga. Dicho acontecimiento, ha sido y sigue siendo conmemorado por muchas y diferentes culturas.
El exponente más sonado desde nuestra percepción euro centrista y la fuerte influencia en nuestro acervo cultural del mundo grecorromano, es el culto al Sol Invicto. El festival del nacimiento del sol indicaba que nacía un nuevo sol que vencía a la oscuridad. Las celebraciones en torno a este acontecimiento, se desarrollaban del veintidós al veinticinco de diciembre.
Otro ejemplo de esa cosmogonía vendría representado por el mito de Deméter y Perséfone, a través del cual se explicaba la transformación cíclica de la naturaleza. Esta fábula proviene de otra anterior de origen pre heleno, surgida en el Medio Oriente, la cual sobrevivió al imperio griego bajo las figuras de Ceres y Proserpina.
El culto al sol, ha sido una constante en nuestra realidad geo histórica, al menos desde los inicios de Roma, hasta el comienzo de la hegemonía del cristianismo, el cual, fagocitó y transformó cultos precedentes. Y así es como entroncamos con la denominada navidad. El término proviene de la palabra latina nativitas, que significa nacimiento y se refiere particularmente al nacimiento del Sol Invictus, que se celebraba cada veinticinco de diciembre. Así es como las celebraciones paganas fueron reemplazadas por las nuevas celebraciones cristianas. La fiesta cristiana de la navidad fue trasladada en tiempos del emperador Constantino, del siete de enero al veinticinco de diciembre para presentar a cristo como el verdadero Sol invictus, favoreciendo la aceptación del nuevo culto.
Paralelamente a la festividad pagana del sol invictus, es necesario hablar de las fiestas de Brumalia y Saturnalia. La fiesta de Brumales era dedicada al sol y llevada a cabo poco después del solsticio de invierno, por lo general el veinticinco de diciembre. La fiesta de Saturnalia empezaba el diecisiete de diciembre y duraba siete días, en honor al dios Saturno. Tales fiestas tenían características muy similares a la que hoy conocemos como navidad. Al final de la Saturnalia, el veinticinco de diciembre, se celebraba el nacimiento del sol, personificado en el dios Mitra, deidad de orígenes persas.
Otras de esas características similares eran la presencia simbólica de vino y cordero en la primera de ellas, elementos para nada genuinos de la liturgia y simbología cristiana, así como la realización de banquetes y el intercambio de presentes en la segunda de éstas.
Dejando a un lado este plano más metafórico y espiritual para, analizar también aspectos más puramente prácticos y materiales, nos encontramos con que la oscuridad que arroja este evento solsticial, especialmente en los países de clima oceánico como el nuestro, donde los tonos grises del cielo y el espectáculo de los árboles desnudos provocan una evidente melancolía, es lo que convierte el solsticio en una fiesta de celebración obligada.
En el mundo escandinavo, donde la presencia de la luz de las velas forma parte de la cotidianeidad del día a día (hygge), dicha práctica se intensifica en los meses de mayor oscuridad. La etapa navideña, en concreto, es la de mayor aceptación y disfrute por parte de estas sociedades, salvando la época estival, que aporta la tan preciada luz natural y calidez ambiental que tan escasa es en esas latitudes. No obstante, no debemos equiparar el aprecio y apego por ambas épocas del año, pues obedecen a razones diferentes. La llegada del invierno y la navidad despierta sentimientos que entroncan con el pasado y las tradiciones (Yule, Yuletide) entre las que destaca la costumbre ancestral del tronco (Yule log) y la confección asociada de una torta o pastel llamado del mismo modo, en referencia directa al tronco ritual. El tronco de Yule se enciende con el tronco del año anterior y las cenizas, se esparcían antaño por los campos para hacerlos fértiles. Este tronco era un pedazo de roble, por lo que da sentido a otra de las tradiciones de esta época, que es la decoración de las viviendas con muérdago. Dicha planta crece en el roble.
Las festividades profanas recogidas a lo largo de este trazado, forman parte de un conjunto de celebraciones que tienen lugar entre la navidad y el Carnaval. Es decir, entre el solsticio de invierno y el equinoccio de primavera. El final del año, representado por este solsticio, aporta a la naturaleza un necesario reposo que le permitirá afrontar con fuerza el final del invierno. La luz comienza a descender, la cosecha ha sido recogida… la vida nace de la muerte. Después del invierno y la aparente muerte de la naturaleza, la vida brotará y la naturaleza florecerá de nuevo.
En el mundo asturiano, encontramos asociados los siguientes símbolos. Precedida unas semanas por el san Martín, auténtica fiesta de la abundancia, es casi una necesidad biológica hacer una celebración en el momento de mayor oscuridad del año, entre otras cosas, porque esa misma oscuridad empieza a disminuir. Esta es la muerte y resurrección de la naturaleza que las religiones precristianas celebraron de múltiples formas y que el cristianismo copió y adaptó a su propia cosmogonía.
En los pueblos de Asturias, perviven dos tradiciones solsticiales precristianas: el nataliegu y los aguilandos o mázcares de invierno. Es, por cierto, siempre en el mundo rural, donde todo tipo de celebraciones vinculadas a la naturaleza, se viven con mayor intensidad y genuinidad.
El nataliegu consiste en echar al fuego del llar un tronco, generalmente de roble, el veinticuatro de diciembre, conservando después las pavesas y entendiendo que éstas servirían para favorecer la fertilidad de la casa y del ganado, además de como protección contra el mal de ojo. Esta costumbre, con alguna variante, podemos encontrarla en algunos puntos de Europa tan distantes como Serbia o Inglaterra, ya que seguramente sea de origen indoeuropeo. No en vano, la hemos mencionado anteriormente en relación a la cultura nórdica. Aunque en Asturias se trata de una tradición del ámbito familiar, en tierras tan cercanas a la nuestra en todos los sentidos como puede ser el caso de Miranda del Duero, se hacía en comunidad, con grandes hogueras similares a las de la noche de san Juan (solsticio de verano). La iglesia cristiana hizo esfuerzos infructuosos por acabar con esta tradición que se encontraba demasiado arraigada en la sociedad.
L´aguilandu o mázcares de invierno (castellano: aguinaldo, mascaradas) es una tradición más viva en nuestros concejos y abarca los días de nochebuena, navidad, año nuevo y reyes. Consiste en que un grupo de mozos recorran el pueblo enmascarados y disfrazados con pieles de animales (osos, gamos, jabalíes, etc) pidiendo el aguinaldo por las casas, en las que la gente los espera con dulces y orujo. El nombre de mázcares de invierno se debe a que estos chavales van enmascarados de personajes que representan la luz (llamados también los guapos) y la oscuridad. Éstos representan las fuerzas no controladas de la naturaleza. Aquel vecino que les daba dulces o dinero se aseguraba que las cosechas del año iban a ser buenas y que los animales domésticos estaban protegidos.
Además de estas dos tradiciones, es también frecuente ver otros símbolos en el medio rural asturiano. Es el caso de estructuras de madera en forma de pirámide que son decoradas con ramas de árboles de hoja perenne, símbolo de la supervivencia al invierno. Es la costumbre que probablemente dio origen a los árboles de navidad. Es el tiempo del recogimiento, de consumir aquello que se tiene guardado y al amparo de una buena lumbre, la familia y su entorno, a veces vecinos incluidos participan de la cena. Nos estamos refiriendo a otro elemento simbólico de nuestra realidad: el amaguestu. Esto son castañas asadas, con leche para los niños y con vino requemado o sidra dulce para los adultos. En estos encuentros nocturnos se cuentan historias antiguas sobre todo de miedo, de lobos, osos y mozos que cortejan y se arriesgan a pasar bosques tenebrosos en busca de amor. Corean canciones populares y recitan versos que perduran para siempre en la memoria de los participantes.
Tras esta exposición, vemos la importancia que cobran las vivencias personales en las celebraciones asturianas. Las labores en el campo muchas veces eran comunales (sextaferias) y en el caso particular del fin de la cosecha, las familias de los pueblos se ayudaban, faen andecha, que solía decirse. En noviembre para la esfoyaza (la labor del maíz) y mayar la sidra (recoger las manzanas y hacer sidra en los lagares particulares). Se trata de rituales sociales en los que también entran en juego los animales. El ganado era sacrificado para afrontar los meses de invierno y el año venidero, así era como la sangre se convertía en símbolo de la vida. La recolección de la sangre para elaborar alimentos como embutidos, alberga ese componente simbólico. Para el caso concreto de los cerdos, existía la figura del matachín; quien como experto en ese arte iba de casa en casa de aquellas familias que lo requiriese sin más retribución que el compartir la comida y la bebida con esos núcleos familiares y con el resto de personas que, como él, acudían para ayudar.
Estos rituales sociales, asociados a una época en la que la luz flaquea nos recuerdan que la vida y la muerte son las dos caras de la misma moneda, que para que una sea posible es necesario que exista la otra.
Los masones, celebramos, por tanto, este solsticio, como muchos otros hicieron antes, conmemorando la aparente muerte y resurrección de la naturaleza. Al hacerlo, tomamos parte de una antigua tradición que se remonta muy atrás en el tiempo histórico y que parte tanto de una necesidad cultural como biológica.
Para los profanos, la naturaleza reposa del esfuerzo del año. Para los masones, la naturaleza retoma en silencio su gran trabajo de resurrección. Bajo el áspero manto del invierno nosotros vemos la actividad de las semillas de las futuras cosechas, bajo la tierra helada vemos el calor fecundo de la germinación, así se expresa en los rituales. Para los profanos la naturaleza duerme, para los masones despierta.
Festejar este solsticio es una práctica ancestral que ha perdurado a lo largo de los siglos, sobreviviendo su esencia hasta nuestros días. Revestida de otros nombres, otras formas, maneras, etc, pero amoldándose a las nuevas tradiciones y modas imperantes, aferrándose al espíritu de sociedades pasadas, presentes y seguramente futuras. La pugna entre la luz y las tinieblas, el pan, el vino, el agua y las cenizas son elementos recurrentes en las festividades asociadas a este evento astronómico.
Los usos y costumbres masónicas resaltan la importancia de los banquetes reservados a los iniciados, los cuales cobran especial relevancia en momentos como los dos solsticios. En estos llamados banquete de orden, se comparte el pan y el vino como símbolo de la repartición de la comida del cuerpo y del espíritu.
Que la verdad disipe las tinieblas del error, como el sol hace desaparecer las tinieblas de la noche. Que la luz que brilla en este templo, lugar de reflexión y esperanza, se irradie al mundo exterior. De la misma manera que el sol, después de su paso por lo más bajo del horizonte, remonta su camino hacia el cenit, que cada masón ejerza en el mundo profano, una acción motivada por su ideal de fraternidad.
Hemos dicho, R:.L:. El Trabayu